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Cuidado...

En cualquier plaza puedes pasear junto al peligro

Mañana de invierno. Doce del mediodía. Cielo brumoso en el que una masa de nubes lucha con el sol, en una batalla donde nadie pretende dejarse vencer. Bajo esa guerra silenciosa, camino por una de las plazas de la ciudad que me acoge y que no quiero descubrir, aunque ella se empeñe en decirme que debería hacerlo porque, por ahora, es el lugar que me toca. Su voz muda insiste en retenerme aquí. Intento no escucharla distrayéndome con la aparente mediocridad de la vida que me envuelve.

El revoloteo de las palomas convierte la plaza en aeropuerto. Las aves aterrizan y despegan sin permiso de controladores aéreos. No hay choques ni atascos. Los percances se han concentrado en una avenida cercana. Pita un claxon. Y otro. Cuatro más seguidos. Un frenazo. Retahíla de insultos varios.

Las terrazas de los cafés son inmunes a los altercados del tráfico. Las gentes charlan. Vocean. Contestan llamadas. Envían wasaps. Beben. Comen. Fuman. Tosen. Sueltan carcajadas. Los árboles contemplan la algarabía con semblante sombrío. Entiendo que no tengan motivos para reír. Orinan en ellos. Les tiran colillas. Les escupen. Rascan sus cortezas. Y encima, los talan. Esos árboles condenados al maltrato la ven entrar en la plaza. Y yo, también.

Una joven de cola despeinada pasa junto a mí empujando la silla de ruedas de una anciana. Viste leotardos negros y jersey de rayas. Raya amarilla. Raya roja. Raya verde. Raya azul. Raya negra. Raya blanca. Y otra vez amarilla, roja, verde, azul, negra, blanca.

Aquellas rayas chillonas van a delatarla…

La anciana de la silla habla sola. Con la vista fija al frente. La joven no la oye. Con auriculares, mira fijamente al lado. Se ve reflejada en los cristales de las ventanas de un banco. Se estira el jersey con asco y rabia. Está harta de su aspecto, de la falta de dinero y de la anciana. Está harta. Muy harta. Demasiado harta. Entonces, las rayas del jersey me advierten.

—Cuidado… ¡La matará!

Corro hacia la anciana.

Tropiezo con un charlatán de terraza que se levanta de su silla de cuatro patas.

La silla de dos ruedas se me escapa.

¡Maldigo!

Esquivo una nube de palomas descaradas.

¡Maldigo más!

No veo a la anciana.

Victoria de las nubes en el cielo.

El sol se apaga.

Empieza a llover.

No llevo paraguas.

—¡La abuela, la abuela! —Grita alguien a lo lejos— ¡La ahoga!

Se levanta un viento espantoso.

Es la muerte que vuela llevándosela.