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Una isla, poca tierra, mucho mar, infinitos secretos

En la isla de Kuling había poca tierra, mucho mar, infinidad de secretos, un cielo inmenso, abetos más o menos dispersos, vendavales de aire que iban y venían y los tres molinos de viento, inmunes a las inclemencias del tiempo. Inviernos largos y helados de hasta trece grados bajo cero. Veranos muy nublados y frescos.

La prisión se encumbraba sobre aquel solitario paisaje de durísimo aislamiento. La vida de la población confinada transcurría en un recinto rodeado de vallas metálicas infranqueables, equipadas con cámaras de seguridad. Una especie de ciudad cerrada con visitas reguladas en la que convivían casi tantos presos como carceleros. Ulrika Strand, una mujer menuda y de personalidad hermética, dirigía el penal con estilo de papisa. Pocos allí sabían que actuaba como Coroides en otra vida muy distinta.

Framtiden era una institución peculiar. Bajo la definición de centro penitenciario de seguridad media tipo dos, se desarrollaban de manera velada algunas pruebas piloto en programas de reinserción para clientes de gran talento. Así llamaban a todos los reclusos en Suecia. Clientes.

Él estaba considerado como uno de los clientes con la mente más retorcida y más brillante de los ochenta que cumplían condena en la isla. Había sido seleccionado para algo que, por aquel entonces, no podía sospechar, a pesar de que sabía que la papisa y sus adeptos lo estudiaban. Eso le daba ventaja porque podía interpretar el papel adecuado para seducir a los ojos acechantes. Intuía que aquellos suecos excéntricos, empecinados en la rehabilitación de los descarriados, lo querían para llevar a cabo algún cometido disparatado que a él no le convendría. Los proyectos de los suecos no le preocupaban porque prefería mantenerse concentrado en sus propias ocupaciones.

La luna sobre los molinos